Ser y convertirse: los paisajes del cuerpo y las fronteras
April 13, 2018Jill Marie Holslin
Texto publicado en el catálogo de
la exhibición Where is Diana? en
Tabacalera Promoción del Arte, Madrid, España. Junio 2017.
En su último trabajo, Where is Diana? Diana Coca utiliza el paisaje
y la performance para invitar al espectador a contemplar la relación
entre el cuerpo, los sistemas de control y la construcción del sujeto en el
contexto de las fronteras nacionales y la globalización. La interconectada
economía mundial y, en los últimos años, las guerras, el terrorismo y el crimen
organizado, han acelerado el movimiento de personas que cruzan las fronteras
entre países.
En
la actualidad, unos 244 millones de personas, el 3,3 % de la población, viven
fuera de su país de origen. Otros 40 millones de personas viven como refugiados
en su propio país, tras huir de la guerra, la extorsión o la violencia de
bandas locales. Es frecuente que estos desplazados internos queden fuera de los
sistemas de apoyo diseñados para refugiados. Los estados nacionales han
respondido a esta realidad con nuevas formas de control tecnológicas y sociales
y han invertido en sistemas de vigilancia para gestionar los cruces
fronterizos. Como resultado, nuestros cuerpos se han convertido en lugares
repletos de múltiples fronteras codificadas.
Coca hace suyo este
problema de los cuerpos y los códigos del control estatal y, a través su propio
viaje, sitúa las fronteras y el cruce de las mismas en el epicentro de su
práctica artística. Tras completar residencias en Pekín, Ciudad de México y
Tijuana, crea una serie que representa las características de compresión
espacio-tiempo de la condición post-moderna y utiliza sus imágenes para mostrar
la desorientación y la violencia de los protocolos que establecen los
reglamentos nacionales sobre la movilidad migratoria.
Sus imágenes de una figura solitaria vestida de
negro en medio del paisaje son emocionantes y perturbadoras al mismo tiempo,
vinculando espacios dispares mediante la migración y la presencia de la misma
figura singular. Tanto el paisaje como la figura sugieren la alienación y la
desintegración de las identidades que una vez tuvieron sus raíces en historias
particulares y lugares concretos, ya que el paisaje desempeña un papel social y
cultural en la identidad y como representación expresa la ideología de una
cultura.
Como señala el
geógrafo Joan Nogué, las personas se sienten parte del paisaje a través de una
“complicidad profunda e interconectada” que se establece a lo largo de generaciones.
La globalización pone en peligro la sensación de pertenencia a un lugar y al
mismo tiempo millones de personas luchan por reproducir dicha sensación y su
identidad en nuevos entornos. En sus paisajes, Diana Coca representa estas
tensiones y provoca nuestras preguntas sobre la relación entre la subjetividad
y el territorio, la movilidad y la identidad, las fronteras y el cuerpo.
Se podría defender
que como artista Coca ocupa una posición privilegiada como viajera cosmopolita.
Pero en realidad su proyecto muestra al espectador, que al igual que cualquier
otro inmigrante internacional, la comodidad y certeza de su identidad se ve
amenazada en el momento en que se acerca a la frontera de una tierra
extranjera. De inmediato, la viajera se verá obligada a justificar el acto
errante de cruzar la frontera, a verificar su condición, a demostrar su
legitimidad.
El proyecto de Coca
incluye la recopilación de las pruebas físicas de los nuevos protocolos para
demostrar la identidad y origen a los que tuvo que someterse cuando llegó a
China: pasaportes y numerosos documentos de identidad, cartas oficiales, un
documento con su nombre en caracteres chinos, un documento final escrito
enteramente en chino… Para diferenciar las acciones “legítimas” como el turismo
y los negocios, de las acciones “ilegítimas”, como el terrorismo y a
inmigración ilegal, los protocolos nacionales por lo general utilizan
categorías de riesgo. De hecho, el Estado traza una línea clara y nada ambigua
entre los grupos legítimos de bajo riesgo y los grupos ilegítimos de riesgo
alto; obviamente, esta línea es imposible de fijar.
Uno de los
documentos de identidad de Diana Coca pone de manifiesto esta distinción
simplista. En un contrato con el Estado, Coca declara estar dispuesta a seguir las
normas y de no ser así, a asumir las consecuencias: “Yo Diana Coca, declaro que
durante mi viaje a China no voy a realizar ninguna otra actividad no
relacionada con el tipo de visado que pido. En caso contrario asumo las
consecuencias, responsabilidades y penalizaciones que podrían surgir”.
La declaración
demuestra la forma en que el tecno-poder codifica múltiples identidades de
forma preventiva en los mismos protocolos en que las deja fijadas. En vez de
distinguir entre lo legal y lo ilegal, la declaración los reúne en uno solo: el
acto ilegal y transgresor se anticipa en el mismo documento que establece la
residencia temporal legal; tanto la identidad legal como la ilegal son
identidades producidas del mismo modo como una función de la ley.
El tema de la
construcción de la subjetividad contemporánea bajo el capitalismo, en concreto
la construcción de la “ilegalidad migratoria”, se ha convertido en objeto del
debate en numerosos campos, desde los derechos humanos y la justicia, hasta la
filosofía y el arte. Del mismo modo, hay una larga historia de representación
de los paisajes de las fronteras de México en dibujos, cuadros, películas y
fotografías. “El Oeste” aparece en los cuadros del paisajes del siglo xix de
una forma parecida a como lo hace en los últimos cuadros de Georgia O’Keeffe o
en fotografías de Ansel Adams y Edward Weston: como una tierra salvaje, aunque
desolada, que no ha sufrido la intervención del ser humano. Más tarde, los
nuevos fotógrafos topográficos rompieron el hechizo con retratos de una
naturaleza irremediablemente alterada y saqueada por los estragos causados por
el hombre. Pero ambas representaciones están basadas en la misma noción sobre
este lugar: “el Oeste” o “el desierto” como un paraíso prístino. Saqueado o no,
incluso un paraíso perdido fue una vez un paraíso. Así, el paraíso y su reverso
coexisten como funciones de un discurso.
El discurso político
actual de la frontera entre México y Estados Unidos se basa en los mismos
supuestos y estrategias que el discurso estético en su representación del
paisaje. La imagen de la frontera se inspira en la tradicional narrativa de la
pérdida y la degradación. El nuevo presidente de los Estados Unidos, Donald
Trump, describe la frontera como un lugar donde reina la impunidad, poblado por
delincuentes, traficantes de drogas y violadores. Un espacio sobre el que las
autoridades han perdido todo control.
En un discurso el
pasado abril, el Fiscal General Jeff Sessions describió estas tierras
fronterizas como un espacio marcado por la muerte y la violencia. “Pero es
también desde aquí, a lo largo de esta frontera, donde bandas internacionales
como la Mara Salvatrucha y los carteles de la droga inundan nuestro país de
narcóticos y dejan muerte y violencia a su paso. Y es aquí donde los delincuentes
extranjeros, los coyotes y los falsificadores de documentos pretenden derrocar
nuestro sistema de inmigración legal… Es aquí, en esta franja de tierra, donde
debemos empezar a ser firmes contra esta escoria”.
Este retrato de la
frontera entre Estados Unidos y México no comenzó con el presidente Trump. Al
aislar la frontera sur de Estados Unidos y describirla como una zona peligrosa,
este discurso enmascara la larga historia de militarización de la zona y oculta
la relación dialéctica de la frontera con el conjunto global.
Como nos recuerda
David Harvey, la representación de la naturaleza como remanso de autenticidad,
y por lo tanto un oasis frente a la alienación que producen las condiciones de
vida contemporáneas, es parte del proceso de marketing que experimentan
tanto el espacio como los seres humanos y que los transforman en mercancía. “El
lugar encuentra su esencia como el centro de una interacción potencialmente
sensual, directa y no-alienada con el entorno. Pero lo hace escondido en el fetichismo
de las mercancías y acaba por convertir el cuerpo humano, el ser y las
sensaciones humanas a su vez en un fetiche, en el lugar de todos los seres del
mundo”.
Las representaciones
de lugares, espacios y naturaleza como un retiro independiente marcan el punto
hasta el cual los lugares específicos y locales no sólo están conectados entre
sí, sino que son un producto dialéctico de la globalidad.
Estas
representaciones radican en una identidad unitaria del espacio y el lugar
basada en un enfoque científico de la geografía y el paisaje que se asemeja a
los enfoques tecnocráticos del estado del cuerpo y la identidad: un enfoque que
pone de manifiesto la autoridad y el control al reclamar acceso a lo
transparentemente real. La historia del muro fronterizo ilustra hasta qué punto
la frontera es un producto dialéctico de la economía global y las fuerzas
políticas. La primera barrera fronteriza se construyó en 1911 en la frontera de
San Diego-Baja California y no era más que una alambrada de espino para impedir
que cruzase el ganado. Pero a lo largo del siglo xx los ciudadanos descontentos
del sur de California proyectaron todo tipo de miedos, desde el comunismo a la
enfermedad pasando por las malas perspectivas económicas, en la frontera.
Durante décadas, los ciudadanos exigieron una valla fronteriza que les
protegiese de comunistas cargados de explosivos y de perros portadores de
enfermedades que creían podrían cruzar desde México, y también que impidiese a
los mexicanos de habla española cruzar la frontera. Estos ciudadanos mexicanos
llevaban viviendo en el sur de California desde hacía décadas pero cruzaban con
frecuencia para visitar su país. Finalmente, los líderes políticos solicitaron
a Washington D.C. la construcción de una valla financiada con fondos federales
en su frontera.
De hecho, los
primeros muros de la frontera entre México y Estados Unidos se construyeron
como una estrategia para gestionar y regular los flujos económicos globales de
drogas ilegales y la mano de obra inmigrante. Hacia mediados de los 80, el uso
ilegal de cocaína en Estados Unidos se había disparado hasta los 22 millones de
usuarios. En 1986 el entonces presidente Ronald Reagan declaró el tráfico de
drogas internacional una amenaza para la seguridad nacional y ese mismo año la
Ley de Reforma y Control de la Inmigración vincula la reforma migratoria con
mejoras en la seguridad fronteriza. Como resultado, las zonas fronterizas
quedaron clasificadas como zonas de tráfico ilegal de drogas que se convierten
en un escenario de guerra. En 1989, el Departamento de Defensa de Estados
Unidos crea el grupo Joint Task Force-Six (JTF-6) y durante una década, agentes
militares de incognito llevan a cabo operaciones secretas de vigilancia en
ciudades y comunidades rurales situadas en la frontera entre Estados Unidos y México.
En 1990 se empieza a construir una valla con un sistema de paneles procedentes
de pistas de aterrizaje de portaaviones de guerra utilizados en Vietnam. La
guerra había vuelto a casa.
En 1994, el NAFTA
(Tratado del Libre Comercio, TLC) abrió las fronteras entre México, Estados
Unidos y Canadá para la libre circulaciones de mercancías. El gobierno de
Estados Unidos subvencionó a los productores norteamericanos para que pudiesen
vender productos básicos en México al mismo precio o más baratos incluso. Los
salarios de México cayeron de forma dramática, los trabajos en las fábricas
empezaron a escasear y al menos 4,5 millones de agricultores mexicanos
resultaron desplazados junto con sus familias y acudieron a Estados Unidos a
buscar empleo. Ese mismo año, Estados Unidos puso en marcha dos nuevos
programas de seguridad fronteriza: Operation Gatekeeper (Operación Guardían) y
Operation Hold the Line (Operación Mantenerse Firme). Estos programas estaban
basados en una línea política llamada “prevención mediante la disuasión”:
aumento considerable de agentes de la patrulla fronteriza, vigilancia
electrónica, mediante cámaras y sensores de movimiento colocados en la
superficie, fuerte iluminación y el proyecto de construcción de más muros
fronterizos.
La estrategia
resultó cruel y causó muchos muertos. La idea se exponía de forma explícita en
los documentos policiales: perturbar las rutas migratorias conocidas y aumentar
los riesgos al trasladar la migración al terreno hostil del desierto. Desde
1994, más de 6000 personas han muerto cruzando el durísimo desierto de Arizona.
Y sin embargo, Estados Unidos sigue construyendo muros. En 2006, el Congreso de
los Estados Unidos aprobó la Ley del Cerco Seguro que establecía la previsión
de construir 700 millas de muros en la frontera entre Estados Unidos y México.
La Administración Bush y el entonces Secretario de Seguridad Nacional Chertoff
lucharon por la rápida construcción de muros fronterizos entre Estados Unidos y
México que este año ha aprobado el Congreso.
Las imágenes de Coca
del sujeto contemporáneo en los paisajes fronterizos posmodernos no buscan los
recursos en lo auténtico o lo real. Más bien, la figura del balaclava es un
personaje ambiguo y sorprendente y los paisajes que crea la artista resultan
fantásticos y surgen de su presencia.
Por
lado, la figura de negro que esconde su rostro tras un balaclava es un
personaje amenazante que al instante recuerda a los terroristas del ISIS, los
sicarios mexicanos y la violencia derivada de las drogas en un marco tropical
bucólico. Por otro lado, la mujer del balaclava es una figura de Resistencia
que hará pensar al espectador en el desafío punk de las Pussy Riot o la
determinación del movimiento Zapatista.
En las imágenes más tropicales
de Coca, la artista evoca un paisaje prístino. El espectador, en comunión con
la naturaleza, perdido en la contemplación de lo sublime, verá interrumpida su
ensoñación por una figura amenazante vestida de negro que le observa. Sus obras
rompen nuestra fe en un paisaje singular y unitario y nos recuerdan cómo se
construye la naturaleza tanto de la subjetividad como del lugar.
En el contexto de sus viajes y
de su compromiso con los protocolos nacionales de identidad y legalidad, las
imágenes de Coca demuestran que ni el paisaje ni la identidad están fijados: no
son sólidos, sino que su condición de ser siempre está en pleno acto de
convertirse.